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lunes, agosto 24, 2009

OPINIÓN. Los estudios universitarios como negocio

María del Carmen Vicencio Acevedo


Arrastrada por el sistema económico neoliberal, la educación pública en todos sus niveles sufre una fuerte crisis; a veces paradójicamente como resultado de los llamados “programas de calidad” que pretenden mejorarla.

Una parte de esa crisis se observa en cierto tipo de representantes o altos funcionarios que dirigen nuestra nación (quienes ven a la política como negocio), así como en cierto tipo de ciudadanos que, en pleno “régimen democrático”, nada quieren saber de política.

Muchos de quienes han llegado a los puestos del poder gubernamental y que participan de la responsabilidad del brete actual, por su forma de tomar decisiones, proceden de instituciones superiores públicas y privadas de prestigio, e incluso han hecho posgrados en el extranjero.

¿A qué se debe pues que se muestren tan desvalidos (por no decir ineptos) frente a los problemas de la nación, para los que debieran estar preparados?

O bien, las escuelas que los prepararon no eran tan buenas como pretendían, o lo que estudiaron no corresponde con el perfil requerido y fueron colocados ahí por amiguismo. O tal vez lo que hay que cambiar de manera radical es la concepción y las prácticas de lo que implica tanto la educación superior, como el servicio público (o todas estas opciones a la vez).

Si en otros tiempos en México subían al poder caciques o militares por la fuerza de las armas, a partir de la década de los cuarenta, tener un título universitario, en muchos lugares, se fue convirtiendo en la patente de corso para ir subiendo escaños y participar en la toma de decisiones sobre la dirección que habría de seguir el país.

Si antes, dice Gabriel Zaid en Los libros al poder (Océano), los hijos de los grandes empresarios no tenían que estudiar, pues aprendían en la práctica (a su lado) a dirigir su negocio, o si luego fueron a la Universidad para mejorar su empresa, ahora muchos ven en las carreras universitarias (sobre todo públicas) el negocio mismo, siempre en ascenso.

Además también ven la posibilidad de acceder de ahí a las carreras políticas (que también son negocio), con la ventaja de que en éstas, a diferencia de la empresa privada, hay menos riesgos de quebrar, perder el empleo o ser sancionados, así como que desde ellas se puede beneficiar a la propia empresa.

En este contexto vale la pena traer a la reflexión la vieja discusión sobre los enfoques humboldtiano y napoleónico, que han regido las relaciones entre la Universidad y la sociedad. Al primero le debemos la idea de autonomía universitaria, así como la función de investigación y el modo colegiado de tomar decisiones sobre la propia institución.

La autonomía, en esta perspectiva, implica por un lado una postura laica, independiente de cualquier otra instancia ajena a la ciencia, para decidir la validez o invalidez de una determinada afirmación y, por el otro, la libertad de elegir qué ha de ser investigado y qué no (Borja Villa Pacheco. “Sobre el lugar común…” Revista Logos, 2005).

Esta concepción permitió -por ejemplo- un gran despliegue de la llamada investigación “pura” o del conocimiento teórico, que como dijo Einstein una vez sobre una de sus fórmulas: no sirve para nada, pero qué hermosa es, y que, “de paso”, resulta indispensable para garantizar la soberanía nacional, el desarrollo social a largo plazo, y la laicidad o el pensamiento crítico.

El problema con este enfoque, según sus detractores, es que también dio lugar a que ciertos catedráticos e investigadores de pacotilla se encerraron en sus privilegios y en elitistas torres de marfil, sin aportar nada a la sociedad.

Así, el Informe Universidad 2000 (coordinado por J.M. Bricall), o también el Informe Tuning (en los que se basan las reformas universitarias en Latinoamérica) al evaluar este modelo cuestionan acremente a la autonomía universitaria por el alejamiento que ésta ha tenido de la sociedad a la que se debe.

Desde la perspectiva Bricall, las élites universitarias estarían imponiendo al resto de la ciudadanía sus intereses “egoístas”, sin atender las necesidades más urgentes de la población. El enfoque humboldtiano resultaría además obsoleto, frente a la creciente complejidad de la sociedad globalizada.

El napoleónico, en cambio, que opera desde 1793, pone a la Universidad al servicio del Estado, limitando su autonomía a las decisiones del mismo. Su modelo privilegia la capacitación profesional, basada en una clasificación (fragmentación) del conocimiento. Desde entonces, los estudios universitarios servirán como requisito para obtener licencia y poder ejercer diferentes profesiones.

Este enfoque es el que prevalece en Latinoamérica y, a primera vista, para el sentido común, parece “mejor”. En los hechos, sin embargo, ya ha mostrado sus grandes limitaciones y serios peligros, pues menosprecia la teoría en pro del utilitarismo a corto plazo, abandona la investigación que no derive en tecnología; pone en tela de juicio las carreras consideradas “no productivas”, como la Filosofía, las Bellas Artes, la Sociología, etcétera.

So pretexto de “servir a la sociedad”, se subordina a las grandes y voraces empresas, que ya no tienen que gastar ni hacerse cargo de la capacitación de sus mandos medios. La crítica y libertad de cátedra se sustituyen por la obediencia a las “normas de calidad”, impuestas desde criterios empresariales, para poder sobrevivir (o tener mayores privilegios) en el sistema.

Esta concepción, en el marco neoliberal, ha dado también lugar a que surjan por todos lados las llamadas “universidades” politécnicas o tecnológicas, que no son tales pues se dedican exclusivamente a la capacitación instrumental.

También han proliferado las “universidades” privadas, que adquieren permisos para operar como negocios, sin tener que dedicarse a la investigación ni a la extensión y cuyos alumnos son tratados como “clientes”, por lo que no pueden ser reprobados, ni requieren elaborar ninguna tesis o pasar por ningún examen profesional para poder titularse.

El drama de todo esto es que el enfoque del negocio se apodere también de la universidad pública. Así, so pretexto de “elevar su calidad” y hacerla “redituable” se le impone un modo de operar empresarial, condicionando su presupuesto a la presentación de “proyectos productivos” y sometiéndola a “competencias” internas y externas para obtener más recursos, lo que genera una fuerte simulación, un preocupante canibalismo, y (lo más grave) una crasa miseria intelectual.

El modelo napoleónico, exacerbado por el neoliberalismo, que rechaza la teoría en favor del pragmatismo, deriva paradójicamente en una incapacidad práctica (porque sin teoría no hay modo de comprender lo que sucede y por qué sucede) y además está privando a la universidad pública de sus tareas fundamentales, definidas desde el México post revolucionario.

Estas tareas son el ejercicio del sentido crítico, la producción de nuevos conocimientos, la atención a las clases populares, la apertura hacia nuevos horizontes de organización social, distintos al dominante, pero sobre todo la reflexión sobre el sentido de lo que hacemos y de la dirección hacia la que nos movemos.

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